Según refieren las crónicas, las pinto un humilde esclavo angolés sobre un tosco muro de adobes, mal revestido y enlucido, que ahora es la pared que hace fondo al indicado Altar y con singular perfección que al presente se admira en ella, sin mas arte que el natural ingenio con que Dios lo dotara.
Hoy después de tres siglos, la figura de Cristo se conserva sin alteración y al contemplarla, el cristiano experimenta una sensación incomparable.
Al tenerla ante los ojos, el más incrédulo siente devoción y respeto, después de orarle, lo primero que se le viene en mente, es suplicarle le conceda algún milagro.
Al contemplar y admirar la imagen, nos hace recordar al anónimo pintor de brocha gorda que en el año 1651 la trazó en el muro de tierra del local, un inmundo corral en un suburbio de la Lima antigua y ese suburbio era el barrio de Pachamamilla, poblado por negros, cuyos festejos seudo-religiosos escandalizaban a la sociedad de aquellos tiempos.
Sucedió que un día, pasó por el lugar un vecino del barrio llamado Andrés Antonio de León, quién sorprendido y compadecido al ver la imagen de Cristo en un andrajoso corralón, conmovióse de tal manera que postrándose humildemente de rodillas, prometió al Cristo Crucificado, hacerle diariamente la limpieza y guarecerlo de las inclemencias de la intemperie. Le puso por techo una provisional ramada y por altar un apoyo o grada de adobes, adornándola con vela y flores, según sus recursos económicos y le suplicaba que le hiciera el milagro de curarle un tumor maligno.
Y fue así como el tumor fue desapareciendo lentamente hasta que el buen hombre quedó completamente curado del terrible mal.
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